Martes 18 de Enero de 2011 12:16
Por Ebert Cardoza Sáez
Inventamos o erramosPor Ebert Cardoza Sáez
Simón Rodríguez
Después de la Guerra de Independencia, en Venezuela, durante el siglo XIX, se sucedieron una serie de gobiernos autodenominados “revolucionarios”: “revolución de las reformas”, “revolución federal”, “revolución azul”, “revolución legalista” y “revolución liberal restauradora”. Posteriormente, en el siglo XX, se suceden la “revolución de octubre”, la “revolución del 23 de enero”, para luego culminar el siglo e inaugurar el XXI con la “revolución bolivariana”. Es decir, el pomposo calificativo de “revolución” ha servido para enmascarar una situación todavía latente: la existencia permanente del Estado liberal burgués. Por supuesto, dichas “revoluciones” han sido acompañadas de “reformas” constitucionales y una que otra “constituyente” cuyo desenlace final ha sido reafirmar al Estado liberal, sin introducir cambios sustanciales.
En la Asamblea Constituyente de 1999, no sólo se reitera la existencia del Estado liberal con sus tres poderes clásicos (Ejecutivo, Legislativo y Judicial), sino que se amplía su espectro agregando más poderes al Estado (Electoral y Ciudadano o “Moral”). El Estado entonces sería una superestructura de tipo piramidal donde en el vértice se encuentra un Presidente y su gabinete ejecutivo con los ingresos más elevados de la administración pública estatal. En la medida en que la pirámide asciende el Poder se personaliza cada vez más y los “representantes” del pueblo son cada vez menos, convirtiéndose en verdaderas élites divorciadas del pueblo pero negociando en nombre del “pueblo”. En la cúspide de la pirámide el Poder del Estado se concentra en el Ejecutivo (sea monárquico o republicano, Rey o Presidente). Es precisamente tal estructura una de las sobrevivientes del antiguo régimen monárquico.
Las “revoluciones” modernas se han legitimado y permitido dentro de las estructuras de poder del Estado liberal. Las contradicciones entre determinadas fuerzas “conservadoras” y “liberales”, así como entre “demócratas” y “comunistas”, no resuelven el verdadero fondo en la asimetría reinante en la estructura de clases. En 1789 quienes protagonizaron la oleada de protestas en Francia no fue la nobleza terrateniente ni la iglesia, mucho menos el ejército, pero fue éste último quien terminó capitalizando el proceso revolucionario hasta convertir a la naciente república francesa en Imperio napoleónico. Doscientos años después, en Venezuela, estalló la primera protesta colectiva contra el neo-liberalismo de cierta magnitud a nivel mundial (en ese mismo año cae el Muro de Berlín), pero el proceso insurrecional terminó siendo capitalizado por un sector militar de dudosa prodecedencia ideológica, pero con objetivos más claros: Conservar las estructuras del Estado y controlar su aparato burocrático, con el fin de participar en el saqueo. Así pues, desde la Revolución Francesa hasta el Caracazo, se presenta una constante significativa para comprender los procesos “revolucionarios” modernos y pos-modernos: la intervención de los ejércitos como árbitros y directores del “proceso revolucionario”, lo cual ha degenerado en dictaduras militaristas.
Con la Globalización la pirámide del Poder del Estado Liberal no sólo abarca un territorio nacional sino el contexto de una determinada, preconcebida y absoluta “comunidad internacional”, donde imperan las grandes corporaciones a través de sus mega-instituciones (O.N.U., O.E.A., O.T.A.N., etc., etc., etc., ) creadas para salvaguardar sus intereses planetarios.
Son dichas instituciones supranacionales quienes, en última instancia, tienen el veredicto para sentenciar, condenar, aniquilar o, sencillamente, permitir cualquier “revolución”, siempre y cuando no desborde el marco del Estado Liberal burgués, tal como ocurre en Venezuela.
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